Un hombre está en la cocina. El aire es espeso de fritanga y serpentea el humo de varios cigarrillos olvidados por cualquier parte a medio consumir. El volumen de las canciones de Deep Purple es atronador mientras él permanece inmóvil delante de la sartén con la mirada fija en algún lugar del aturdimineto. Luego el grito ___ viene a romper su concentración y el hombre ____ a correr hacia el pasillo y se lanza sobre las pesas. Las eleva lentamente. Las sostiene sobre su cabeza con los brazos completamente levantados y toda la fuerza de sus pulmones se consumen en la emisión de un fortísimo gemido y un sordo lamento. El gemido y la música se (extinguen) agotan al mismo tiempo. La canción comienza de nuevo.
Dice que quien pelea está vivo y que dejar de luchar conlleva la muerte. O la no existencia. Pero se equivoca. Me zalamea para que pase horas mirándolo. Mientras cocina, mientras hace ejercicio, mientras ensaya la voltereta de Mikel Jackson, mientras trabaja o pronuncia el mismo discurso de Hillary Clinton una y otra vez para practicar el acento estadounidense. Para que finja ser la interlocutora de un diálogo que él entabla consigo mismo. Horas y horas sin permitirme desviar la atención hacia ninguna otra cosa. Sin dejar que me dedique a ninguna actividad que no sea contemplar su actuación. Es porque el hombre perdió el último espejo en que se miraba y ahora le cuesta reconocerse. Ahí es donde radica la existencia. El hombre necesita un público, necesita que alguien le reconozca para concebirse a sí mismo. El hombre exige que se reconozca su lucha. El hombre necesita ser tenido en cuenta.
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